jueves, 6 de noviembre de 2008

La papa, capítulo II

Foto de Carolina Añino
La papa es como la cebolla, uno le podría dedicar meses y todavía habría cosas que decir. Y cualquiera que opine que las papas son desabridas, seguro que no se ha comido una recien salidita del horno sólo con un poco de mantequilla y sal.
Y a propósito de sal, se dice que cuando un guiso o una sopa están salados, el remedio es ponerle una papa. Efectivamente, la papa absorberá la sal excedente del platillo, hay que ponerla cruda y pelada, y dejarla el tiempo suficiente para que se cueza. El mismo efecto lo podemos lograr con otras fuentes de almidón, como el arroz o la pasta. En Estados Unidos, durante la época de la prohibición del alcohol, se permitía sólo el comercio de vino para cocinar, pero para su comercialización se le agregaba sal (sí, dejenle a un burócrata las decisiones gastronómicas y van a tener estos resultados, ¡vino con sal para cocinar!). Evidentemente pronto hubo quienes comenzaron a usar las papas para quitarles la sal y venderlos en el mercado negro.
Ahora que si no se trata de usar la papa para recatar un guiso que sazonamos demasiado alegremente, sino de preparar una comida con ellas, no veo por quitarles la piel. Es rica, nos da ese cambio de textura y color que cae muy bien para variar, contiene nutrientes y, además, cuando la quitamos nos llevamos de paso la parte de la pulpa en la que se concentran más vitaminas y minerales.
Hasta aquí lo dejo por hoy, desde Oaxaca.

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