domingo, 14 de febrero de 2010


Esta semana estuve en Chiapas (Tuxtla y Chiapa de Corzo) por unas cuantas horas. Antes del ingrato trabajo que fui a hacer (el cual no es tema de este blog) hubo tiempo de pasar a comer. Como es mi costumbre cuando ando por esas tierras, lo primero que pedí fue una sopa de chipilín (una hoja de sabor delicioso con la que se cocinan sopas, tamales y otros platillos en el sur de México y parte de Centroamérica). No estaba en el menú, pero amablemente se ofrecieron a prepararla en el momento. Unos minutos más tarde estaba ante mi, como base un contundente caldo de pollo, las clásicas bolitas de masa de maíz, el sabor inconfundible de las hojitas de chipilín, la crema fresca como guarnición, mhhhh... y el sabor cuasimetálico del Knorr Suiza con el que la cocinera o cocinero decidió "redondear" el sabor del plato. Desastre. La comida continuó con un cochito al horno con el mismo defecto: excelentes ingredientes maquillados y empobrecidos por un mal condimento.
Triste historia, pero hace años que este inutil ingrediente se introdujo en la cocina popular mexicana con la promeza de mejorar la sazón y facilitar el trabajo. Hace unos meses, visitando albergues escolares indígenas, observé como la alimentación de los niños que viven en estas instituciones ha mejorado con la introducción de alimentos frescos de la región en la que se encuentra el albergue (no puedo hablar por todos los albergues, pero así fue en aquellos que visité). Las cocinas cuentan con lo necesario para preparar comidas ricas y nutritivas, pero también, como parte de la despensa, cuentan con grandes cantidades de los famosos cubitos de "sopa" (por llamarla de alguna manera).
¿Para qué? Si los ingredientes son frescos, suficientes en cantidad y se les trata con el cuidado que merecen, entonces los condimentos artificiales, a base de glutamato monosódico y otros "incrementadores de sabor" lo único que hacen es enmascarar los buenos sabores de nuestra comida, además de incrementar innecesariamente nuestro consumo de sodio. Es como una sala de cuero cubierta con fundas de plástico. Horrible, ¿no?
Una buena sopa comienza con un buen caldo, preparado con pollo, carne y/o verduras frescas. Pero cuando no es posible preparar antes ese buen caldo, entonces el mejor sustituto es el agua. En serio, agua+los ingredientes que dan nombre a la sopa (v.g. verduras, hongos, poro y papa)+las hierbas que tengamos a mano (y siempre hay que tener hierbas a mano, aunque sean secas)+sal y pimienta=una rica sopa. Tengo testigos (¿qué tal mi improvisada sopita de poro y papa la semana pasada?), pero si no me creen, hagan la prueba.
Me parece que el asunto es que las campañas publicitarias de estos productos nos han hecho creer que no es así, que sin ellos no cocinamos bien. Muchas recetas han llegado a mi con este añadido: una cucharada (o la cantidad que sea) de Knorr Suiza. Por experiencia sé que la misma receta sin este ingrediente es mucho mejor.
Sigo debiendo algunas entregas del viaje a Londres y tomo nota de la sugerencia de Nahiely de hablar del aceite de oliva (mucho que decir, me tomará un tiempo seleccionar la información). Oh my God! Y ya está en puerta el próximo viaje gastronómico...

domingo, 24 de enero de 2010

Las galletas que no fueron y el falafel que será

Según datos del INEGI (2005), casi el 10% de los hogares del Distrito Federal son unipersonales, y a nivel nacional (este es dato del 2000) el 37.2% de los hogares tiene uno, dos o tres integrantes. No encontré el dato por estado, pero podemos suponer que en el Distrito Federal el número sea mayor.
En los supermercados, al menos los que tengo cerca de casa, parece que no se han enterado. Exagero tal vez. Desde luego que hay muchos productos que se venden en empaques individuales o de pocas porciones, para personas solas o familias pequeñas. Por ejemplo, hace no mucho tiempo comenzaron a vender porciones de queso para quesadillas (me niego a llamarlo manchego, pues ni se le parece) de la mitad del tamaño usual. Seguro que lo han hecho también con otros productos que yo no consumo y por eso no lo noto. Pero hay al menos tres alimentos que quisiera conseguir en una cantidad razonable y nomás no lo logro. Uno de ellos es el llamado pan de caja (Bimbo, Wonder) que suele terminar en la basura cuando el moho lo invade alegremente después de que yo salgo tres días de viaje. En este capítulo, el asunto está resuelto, cambié a Fiiller, pan negro rústico que encuentro en Superama. Rico, nutritivo y en paquetes de 250 gr. que me termino sin problema en una semana.
Pero el título del blog viene por los otros dos alimentos, que por cierto serían muy fáciles de vender en menores cantidades: los huevos y el ajo.
Hace dos semanas, con el frío a todo lo que daba, tenía ganas de hornear todos los días para mantener la casa caliente. Las galletas sobre las que escribí a principios de año son siempre una buena opción pues no llevan mucho tiempo de preparción y son exactamente el tipo de cosas que uno quiere comer en el frío, con el chocolate y el saborcito a mantequilla. Compré todos los ingredientes, menos uno: la receta pide un huevo. Otras veces paso a alguna de las pocas tienditas de abarrotes que aún sobreviven en la Del Valle, en las que uno puede comprar los huevos por pieza o por peso. Pero esa semana estuve llegando a casa después de las ocho de la noche, así es que esa opción se cerraba.
Hasta hace unos meses en Superama vendían unos paquetitos de seis huevos blancos, grandes y etiquetados "sin hormonas". Buenísimos, pero ya desaparecieron. Me cuenta mi mamá que en los Superamas de Cuernavaca todavía los venden, pero por acá, nada. ¿Quien toma la decisión de que el consumidor debe comprar 12 huevos (ahora venden también empaques de 18 y hasta de 30 huevos)? ¿Y que hace un hogar de uno o dos integrantes con 12 huevos? 1) Dedicarse con ímpetu a la repostería; 2) Comer los huevos de a poco a lo largo del mes, a sabiendas de que los últimos estarán francamente malitos (al ir perdiendo humedad, pierden textura y sabor); 3) desperdiciar la mitad del cartoncito; 4) optar por renunciar al consumo de huevo.

Sospecho que las opciones tres y cuatro son frecuentes, y a falta de alternativas, pues son muchas las personas que por su horario de trabajo no pueden hacer sus compras en un mercado o tienda de abarrotes, terminamos por acostumbrarnos al desperdicio casi como componente natural del consumo. La conclusión de mi historia con las galletas es que después de una semana de antojo y no poder hacerlas, terminé por comprar un cartoncito de Bachoco. Las galletas que no fueron hace dos semanas, fueron hace una y ya se terminaron. Al día siguiente, desayuné dos huevos estrellados. Nueve huevitos reposan aún en mi refri. Creo que el menú para mañana deberá incluir un omelette.
Y ahora el tema del ajo. Hasta noviembre, más o menos, yo iba al super, tomaba una de esas redes que venden con cuatro ajos adentro, la rompía y sacaba un solo ajo, que después me cobraban en la caja sin problema. El mes pasado me dijeron que ya no, que debo llevar los cuatro ajos o nada. Desde luego les dije indignada que entonces no llevaba nada. ¿Para qué quiero cuatro ajos?
De nuevo por falta de tiempo no los pude ir a buscar en otra parte. Hace unos días vi en el Libro de Narda una receta de falafel que quiero preparar. Compré en el Superama todo, menos los ajos. Esta vez la solución estuvo en la Comercial Mexicana, donde aún venden los ajos por pieza. En un rato estarán listos los falafel, ya veremos que tal salen.
A todo esto, mi punto es que como consumidores tendríamos que exigir los productos que necesitamos en la cantidad que la necesitamos. He estado insistiendo en la caja de Superama acerca de los huevos en empaque de seis. Si todos los que consumimos cantidades pequeñas de diversos productos (y las cifras del INEGI me permiten suponer que somos un montón) pedimos lo que estamos necesitando y no aceptamos comprar lo que NO necesitamos, alguien tendrá que darse cuenta que están haciendo algo mal.
Y perdón a los que no viven en esta ciudad, pues creo que me salió un post muy chilango. Pero el colofón aplica para este caso y otros más, y tiene que ver con el consumo responsable: Cada vez que compramos algo estamos pidiendo más de eso que compramos. Ergo, compremos aquello que realmente queremos seguir viendo en el mercado en el futuro.
El tema de Londres continuará dentro de poco.

sábado, 16 de enero de 2010

Londres (segunda parte)



Hace tiempo me preguntaron qué pediría si fuera a elegir la última comida que probaría en la vida. Me tardé muchos meses en encontrar la respuesta. Siendo una entusiasta de la diversidad gastronómica, creí que no podría elegir uno entre los tantos posibles alimentos deliciosos que ofrece el planeta. Pero un día, cuando las tuve frente a mi en el Puerto de Veracruz lo supe con certeza: las ostras u ostiones son mi plato favorito.
Sabiendo esto, cuando comencé a planear el viaje a Inglaterra era obvio que tenía que encontrar un sitio para probar las mejores ostras. Se trataba de viajar a una isla, y ese solo hecho me hacía suponer que algo bueno debía encontrar. Exploré un poco más y supe que las ostras de las islas británicas eran altamente valoradas desde la época del imperio romano (o tal vez antes). Se dice que cuando los romanos conocieron esas latitudes pensaron que lo único bueno que podían sacar de por allá eran, justamente, las ostras, y que algunos emperadores llegaron a pagar por cada ostra su peso en oro.
En fin, que todo eso sonaba a muy buenos augurios. Me entusiasmé tanto con el tema que descubrí un pequeño pueblo costero que celebra cada año el festival de la ostra y pensé que valía la pena viajar desde Londres para pasar ahí mi cumpleaños, degustando mi plato favorito. Escribí incluso a las autoridades locales de Whitstable para averiguar si podía comerse el manjar a lo largo de todo el año. Me aseguraron que sí, pero otras fuentes apuntaban que durante los meses de mayo a agosto las ostras no eran locales sino importadas de costas irlandesas. Dudé y cambié de planes.
Al final me hospedé en Londres todas las noches y fue ahí donde probé las maravillas de la foto de arriba. Como otras veces mas en el viaje (y en la vida) el deseo por probar la comida le ganó a las ganas de documentar la experiencia con una fotografía. Por eso el plato no se ve completo. Ya le había dado mate como a la mitad de las ostras del plato.


¡Mmmmmmh! Tantos meses después mi paladar conserva los recuerdos. El Oyster Bar elegido para la primera degustación fue Bibendum, en el único (o uno de los pocos) edificio Art Nouveau de la ciudad. En una zona no tan recorrida por los turistas, el bar y el restaurante son dignos de visitarse por su encanto arquitectónico. De las ostras, ni qué decir. En un plato reunen distintos tipos del molusco, provenientes de distintas regiones. Esto hace que las sensaciones a cada bocado sean sorprendentes, pero siempre como una maravillosa oleada de mar en la boca. Agreguemos a esto que decidí acompañarlas con una copa de champagne, que las complementa como si para eso la hubieran creado. Repito: ¡Mmmmmmmmmh!
No me quedé con las ganas y las probé una vez más, el día anterior a mi regreso, en el Borough Market, pero esa, diría Michael Ende, es otra historia y será contada en otra ocasión...
Esperen la tercera entrega de mi tardía crónica londinense.

domingo, 10 de enero de 2010

Londres (primera parte)


Por fin, ocho meses después de mi disfrutadísimo viaje a Londres (y anexos) me doy un poquito de tiempo para comenzar a escribir sobre él. Trataré de empezar por el principio.
La culpa es de Narda Lepes, con su Gourmet Londres, que vi por televisión por ahí de 2006 (no estoy segura si la producción es de ese año o del anterior). Desde luego que vi también Gourmet Marruecos, Gourmet Tokio, Gourmet Grecia, etc. (no los recuerdo todos), pero ninguno me capturó como el de Londres. Será porque la ciudad me pareció facinante la primera vez que la visité, en 1986; por las infinitas posibilidades gastronómicas que sugiere el hecho de que sea una de las ciudades con mayor diversidad cultural en el mundo (porobablemente es la más diversa de todas); o tal vez por el descubrimiento, a través de la televisión, de que los ingleses no comen tan mal como siempre se ha dicho, y que en los últimos 10 o 15 años hay un despertar del interés por la buena comida y la buena cocina.


En fin, que desde aquella serie yo rumiaba y rumiaba la posibilidad de viajar, aún sabiendo que es una de las ciudades más caras del mundo y habría que ahorrar para poder hacer todo lo que quería por allá (y sobre todo para comer todo lo que quería probar). En 2008, a pesar de quedarme sin un trabajo estable, pues fue cuando me lancé a trabajar por mi cuenta, decidí que el siguiente año tendría que hacer el viaje, así es que en agosto compré mi guía Lonely Planet para comenzar a prepararme. Volví a ver en YouTube todos los videos de Narda (este que incluyo aquí de la visita a Books for Cooks era uno de mis favoritos) y a recorrer cualquier-cantidad-de-sitios-web para reunir la información que quería. Ya nada (ni la crisis de la bolsa y la devaluación de nuestra moneda) podía detenerme.
El viaje fue un exito absoluto, disfruté cada segundo, y desde luego no todo fue comer y beber. Hubo museos, sitio arqueológico, visita a amigos, larguísimas caminatas, buena música, iglesias medievales, en fin, muchos momentos especiales; pero para efectos de este blog me concentraré en la gastronomía. Espero dedicar próximas entradas a cada uno de los "highlights". Ahí les van, en orden más o menos cronológico:
  • Las ostras (¿qué mejor que los mariscos si uno está en una isla?)
  • El te de la tarde (en Fortnum & Mason)
  • La comida en The Fat Duck (tres estrellas Michelin y catalogado por la revista Restaurant como el segundo mejor del mundo)
  • La de St. John's (sin tanto bombo y platillo, tiene excelente comida y pan, con una propuesta gastronómica basada en aprovechar todo lo que sea comestible de un animal)
  • Los mercados (en especial en Borough Market, absoluto paraiso gourmet)
Ya les iré contando de cada uno (mientras comienzo a planear mi siguiente viaje gourmet). Por lo pronto, sólo de recordar cada uno de estos lugares/sabores se me hace agua la boca y creo que voy a prepararme mi segunda cena de hoy (ji, ji).

lunes, 4 de enero de 2010

Galletitas pal frío

Mi intención para hoy era comenzar con mis varias historias de Londres y alrededores, pero después de darle una mordida a una de las últimas galletas de la tanda que preparé la semana pasada, me di cuenta que en estos días fríos (una disculpa a los amigos del otro hemisferio que seguro se derriten de calor) era mejor idea compartirles esta receta que es fácil de preparar y francamente adictiva. Es ideal para tomarse con un cafe o, mejor aún, con un chocolatito caliente. Una vez que se cansen de comer rosca de reyes (tal vez el fin de semana) ojalá se animen a prepararla.
Viéndola bien, la receta sí tiene que ver con Londres. Allá descubrí la revista Olive, buenísima por cierto, y la revista me llevó a la página de BBC GoodFood. Ambas son clara prueba de que en el Reino Unido hay un creciente interés por la comida y la buena cocina. Y bueno, la receta la encontré en esta página. En su versión original lleva dos tipos de chocolate y cerezas. En mi adaptación, chocolate amargo y arándanos secos (así, la adición de antioxidantes de los arándanos nos quita a culpa por la cantidad de calorías en la receta, jiji).

Para acceder a la receta original sigan el vínculo Gooey chocolate cherry cookies. A continuación va la receta con mi adaptación:


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Ingredientes

200 gramos de mantequilla sin sal, a temperatura ambiente (como en otros casos mientras mejor mantequilla usemos mejor será el sabor del producto final)
85 gramos de azucar mascabado
85 gramos de azucar blanca
1 huevo
225 gramos de harina leudante. Como ésta no se consigue en México, se añade a la harina una cucharada de polvo de hornear.
1/2 cucharadita de sal
Entre 85 y 100 gramos de chispas de chocolate o chocolate picado (mi elección es definitivamente amargo o semiamargo)
85 gramos de arándanos deshidratados


Se calienta el horno a 170°C. Se bate la mantequilla, el azucar y el huevo hasta que la mezcla sea homogenea y suave. Se mezcla sin batir (o batiendo a velocidad muy baja) la harina, la sal, el chocolate y los arándanos.
En la superficie antidherente que usemos para hacer galletas (yo compro papel siliconado) se colocan bolitas de la mezcla del tamaño de aproximadamente una cucharada (salen entre 35 y 40), dejando espacio entre ellas, pues se van a expandir al hornearse. Otra opción es congelar las bolitas de masa para hornearlas otro día, pues pueden ir directo del congelador al horno.
Se hornean de 12 a 14 minutos (depende del horno), lo difícil es esperar a que enfríen antes de dar el primer bocado.
Desde luego que los arándanos y el chocolate pueden sustituirse por otros sabores. También se podrían añadir especias para cambiar el sabor. Si se animan, compártanme sus creaciones.
Y de Londres... prometo que algo escribiré en el transcurso de la semana.



sábado, 2 de enero de 2010

Temporada 2010

Nuevo año, y tengo la poco original idea de iniciarlo con un buen propósito: revivir este blog que ha estado en coma por un año y algunos días. El caso es que el 2009 fue un año, digamos, rarito. A veces por el mucho trabajo y otras por el poco ánimo, pero el caso es que se fue sin escribir ni pío de temas culinarios. Todo lo que escribí (y de que fue mucho pueden dar cuenta las gastadas teclas de mi compu) se concentro en mis habituales temas educativos. Pero de eso no voy a hablar, que el propósito de este espacio es única y exclusivamente la comida.


Y la verdad es que en términos gastronómicos el 2009 fue muy interesante, aunque disparejón, con algunos meses aburridos, sin nada destacable y otros (mayo en especial) alucinantes. Así es que habrá que ir desmenuzando algunas de las experiencias vividas recientemente, y sobre todo el viajecito que hice a Londres por la época en que en México enfrentábamos la tan mal manejada crisis de la gripe H1N1. Contrario a la imagen negativa que muchos tienen de la comida británica, descubrí un mundo de sabores intensos y deliciosos, aunque hay que reconocer que no se encuentran así nomás; están escondidos y hay que hacer un poco de investigación para saber qué y dónde comer. Confieso que yo dedique unos ocho meses a planear mi viaje y elegir, entre otras cosas, los restaurantes y otros espacios para "foodies" que quería visitar (en un caso fue necesario reservar con dos meses de anticipación).
Desde luego hubo también algunos otros sabores degustados acá en el país, de los que también habrá que hablar, y de algunos libritos revisados y otros temas que rondan mis pensamientos, como la idea de comer cada vez más orgánico y más local (estoy lejos de la meta pero voy avanzando). Así que doy la bienvenida a los amigos que ya se habían asomado por acá en 2008 y a quienes se animan a degustar por primera vez mis improvisaciones en esta cocina virtual.
¡Buen provecho!