sábado, 16 de enero de 2010

Londres (segunda parte)



Hace tiempo me preguntaron qué pediría si fuera a elegir la última comida que probaría en la vida. Me tardé muchos meses en encontrar la respuesta. Siendo una entusiasta de la diversidad gastronómica, creí que no podría elegir uno entre los tantos posibles alimentos deliciosos que ofrece el planeta. Pero un día, cuando las tuve frente a mi en el Puerto de Veracruz lo supe con certeza: las ostras u ostiones son mi plato favorito.
Sabiendo esto, cuando comencé a planear el viaje a Inglaterra era obvio que tenía que encontrar un sitio para probar las mejores ostras. Se trataba de viajar a una isla, y ese solo hecho me hacía suponer que algo bueno debía encontrar. Exploré un poco más y supe que las ostras de las islas británicas eran altamente valoradas desde la época del imperio romano (o tal vez antes). Se dice que cuando los romanos conocieron esas latitudes pensaron que lo único bueno que podían sacar de por allá eran, justamente, las ostras, y que algunos emperadores llegaron a pagar por cada ostra su peso en oro.
En fin, que todo eso sonaba a muy buenos augurios. Me entusiasmé tanto con el tema que descubrí un pequeño pueblo costero que celebra cada año el festival de la ostra y pensé que valía la pena viajar desde Londres para pasar ahí mi cumpleaños, degustando mi plato favorito. Escribí incluso a las autoridades locales de Whitstable para averiguar si podía comerse el manjar a lo largo de todo el año. Me aseguraron que sí, pero otras fuentes apuntaban que durante los meses de mayo a agosto las ostras no eran locales sino importadas de costas irlandesas. Dudé y cambié de planes.
Al final me hospedé en Londres todas las noches y fue ahí donde probé las maravillas de la foto de arriba. Como otras veces mas en el viaje (y en la vida) el deseo por probar la comida le ganó a las ganas de documentar la experiencia con una fotografía. Por eso el plato no se ve completo. Ya le había dado mate como a la mitad de las ostras del plato.


¡Mmmmmmh! Tantos meses después mi paladar conserva los recuerdos. El Oyster Bar elegido para la primera degustación fue Bibendum, en el único (o uno de los pocos) edificio Art Nouveau de la ciudad. En una zona no tan recorrida por los turistas, el bar y el restaurante son dignos de visitarse por su encanto arquitectónico. De las ostras, ni qué decir. En un plato reunen distintos tipos del molusco, provenientes de distintas regiones. Esto hace que las sensaciones a cada bocado sean sorprendentes, pero siempre como una maravillosa oleada de mar en la boca. Agreguemos a esto que decidí acompañarlas con una copa de champagne, que las complementa como si para eso la hubieran creado. Repito: ¡Mmmmmmmmmh!
No me quedé con las ganas y las probé una vez más, el día anterior a mi regreso, en el Borough Market, pero esa, diría Michael Ende, es otra historia y será contada en otra ocasión...
Esperen la tercera entrega de mi tardía crónica londinense.

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